domingo, 30 de diciembre de 2012

Salud y enfermedad: volver a apostar




En los días en que escribo estas palabras, lejanas como estrellas de todas las que había escrito antes en este blog (creo que mi último post data del mes de abril y mi última frase con ínfulas literarias la pronuncié en el púlpito de una iglesia, en la boda de unos amigos, allá por febrero), me ha sido dado recordar, una vez más, lo que es el dolor y la enfermedad, incluso la angustia de lo que muy bien podría, sin causa reconocida ni motivo suficiente, llevarte consigo, arrancarte, del mundo de los vivos, del mundo de los conscientes -¡o inconscientes!- que caminan por ahí, sanos y ociosos como caballos de piel lustrosa y crines esponjadas, ignorantes –seguro, seguro- del diminuto ser vivo (virus  o bacteria) o la escasa magnitud del desajuste interno que podría en cuestión de horas domarlos y tumbarlos, dominarlos y someterlos hasta hacerlos caer y yacer, exhaustos y moribundos, respirando con dolor cada bocanada de aire que será o no la última en entrar a sus pulmones.

Creo que ya he escrito antes en este blog, incluso puede que varias veces, sobre la facilidad con que el hombre olvida durante sus largos periodos de vitalidad y salud, las pocas y contadas ocasiones en que dicha salud se ve truncada y arrastrada como un trapo por un suelo sucio y pedregoso. Son horas “bajas” ;-) –perdonen el humor fácil de este enfermo- y siempre me ha llamado la atención que el resto del tiempo, mientras corremos por ahí o montamos en bicicleta, mientras ascendemos una montaña o simplemente alzamos a nuestra hija pequeña en brazos, no pensemos que cada segundo de salud es un regalo maravilloso e inapreciado mientras lo poseemos. Cada segundo un regalo por el que sólo sabremos dar gracias (¿a quién?!) si un mal día enfermamos, haciendo realidad el dicho de que sólo aprendemos a valorar lo que perdemos.

Sin embargo, en esta larga -¡y otra vez navideña, increíble!- convalecencia en el hospital, el sentimiento que me invade de forma más acusada es el de pérdida, pérdida de tiempo, sí, pero no del tiempo transcurrido mientras vagaba enfermo por los pasillos de este hospital como un alma en pena, sino pérdida de todo lo ocurrido, o mejor dicho, no ocurrido, antes del momento en que esta enfermedad me tumbó. Es decir, no es ya que me arrepienta de no haber valorado el tiempo que tuve de salud, cuando lo tuve, sino que me pregunto por lo que hice con él, con ese tiempo lleno de salud y bienestar. ¿Acaso no lo malgasté?
Todo ello, una vez más –y no es la primera, pero sí la más reciente, lo que estarán de acuerdo conmigo que le otorga un status especial en el momento actual, en el ahora- me lleva a pensar en las cosas que hasta hoy he hecho mal –y que si así las percibo, no debería volver a hacer- y las cosas que quisiera realmente hacer, las que no he llegado a completar, a decir, a ejecutar, a escribir, ¡a gritaaaaar!, y sobre las cuáles desearía, rogaría, una nueva oportunidad. Hay que volver a apostar. Ahora que todavía hay fuerzas, hay que volver a tomar los dados y lanzarlos -sin pretensiones divinas (ver Einstein vs. Stephen Hawking ;-) dónde todo el mundo pueda verlos. Porque si algo siento importante, si algo quiero ahora que empiezo a recuperarme, es que las personas que me rodean puedan a partir de hoy ver la transparencia de mis acciones, de mis sentimientos, de mis afectos y, ni ellos ni yo, volver a cubrirlos bajo ningún pretexto con telas traslúcidas u objetos velados, mentiras o verdades a medias. Quiero que todo el mundo que esté a mi lado lo esté porque quiera estarlo, y no por cualquier otra razón. Quiero que los amigos que de verdad aprecio lo sepan sin ninguna duda; son pocos pero están en mi corazón. Quiero que mi trabajo perdure, que me dé de comer a mí y a los míos, pero sólo si puedo hacerlo mejorar constantemente, si puedo reinventarme cada día. Quiero que mi padre madure, que mi madre se emancipe, que mi hermana deje de verme como el soterrado abusón de su infancia. Quiero que mi esposa lo admita, que los políticos que me roban dimitan, que mis vecinos, catalanes o no, comprendan como yo que les están tomando el pelo. Quiero aprender más física, más sobre sistemas complejos, más sobre azar y orden; quiero editar videos y películas con destreza similar a la que escribo, porque el buen cine, como la literatura, me apasiona –y uno siempre debería poder hacer -o intentar hacer- lo que le apasiona, ¿qué sentido si no tiene todo esto?. Quiero abrir en Gavà un taller de escritura en castellano, por ver si así mis vecinos aprenden a admirar lo que ahora sólo usan por mera utilidad y que en el colegio les han dado sin más. Y quiero leer más clásicos, quiero saber a través de ellos y su visión del pasado qué nos depara el futuro, cuál es la esencia del hombre y si hay esperanza o todo está determinado. Quiero un mundo nuevo –como dice la canción- donde enseñarle a mi hija que el sentido de la propiedad, el ansia por el éxito o la necesidad de brillar para ser admirado, no forman parte de su herencia genética, ni de la suya ni de la de nadie, está todo implantado después, mediatizado, urdido como un astuto plan. “La única determinación en tus genes, Patricia –me gustaría decirle- está en aquél que un día pueda activarse, como un reloj despertador, y provocarte a los 38 un cáncer de mama, o a los 60 una terrible dolencia degenerativa que te postre en un cama y acabe con tus sueños”. Antes de eso, Patricia, hay mucho que hacer; tanto, que ya hemos perdido bastante tiempo.

No me miren así, no estoy loco, no son cosas tan difíciles. No son utópicas, no son irrealizables,… ¿apuestan algo?

viernes, 6 de abril de 2012

Las mentiras



Todos mentimos, todos lo hemos hecho alguna vez y así lo admitimos. Y casi todos nuestros intentos, inocentes, de hacer pasar por verdad algo que no lo es, acaban siendo descubiertos y expuestos a la luz. Pero ¿en cuánto tiempo?, ¿cuánto tarda una mentira en ser desmentida, cuánto en demostrarse su falsedad? De una forma u otra, a través de nuestra corta experiencia vital, todos sabemos que la perdurabilidad o capacidad de una mentira para sobrevivir en el tiempo es directamente proporcional, precisamente, al tiempo. Conforme transcurren las semanas, los meses, los años o cualquier otra unidad que utilicemos para medir eso que llamamos tiempo, la mentira gana firmeza, se asienta, ya nada la saca a colación ni surge en la conversación, ya nadie la cuestiona ni investiga su origen o su motivación. Hay mentiras que duran toda una vida, esas que uno descubre por casualidad en su madurez o su vejez, con una mezcla de estupor e incredulidad, sobre un hecho acaecido en la remota juventud o incluso en la más tierna infancia. Pero lo peor, lo que resulta realmente aterrador, son las mentiras que perduran más de un siglo, aquellas que superan la longevidad del ser humano. Esas mentiras -se puede decir- van camino de convertirse en verdades por méritos propios: han vivido más que los hombres que las vieron nacer y que podrían desmentirlas directamente, han escapado a la mirada de los testigos directos y ya sólo dependen de lo que quedó escrito, en un libro, en un manuscrito, en un papiro. Son mentiras históricas. Ya no importa quién las pronunció por vez primera, o quién les dio alas, quién tenía interés en ocultarlas o qué tuvo que hacer para protegerlas y que perduraran. Son las mentiras de una Era, las que construyen un paradigma bajo el cual nacen y mueren los hombres durante siglos, incluso milenios, sin que prácticamente nadie se atreva a cuestionarlas. A los pocos que así lo hacen, les llaman locos o -cruel ironía- mentirosos, pero es gracias a esos pocos locos que un día la mentira quiebra, se rompe, y salta hecha añicos. Y esto sólo ocurre cuando -como en una reacción de fisión nuclear- se alcanza una masa crítica, una cantidad mínima de personas en una sociedad convencidas -hoy, ahora- de haber sido engañadas, burladas, y que están dispuestas a mirar más allá de donde siempre han mirado para alcanzar límites que otros hombres, mucho antes, sólo soñaron.