martes, 12 de octubre de 2010

Erase una vez...





Todas las historias vuelven a la memoria de quien las ha vivido, todas regresan para hacernos sonreír o atormentarnos. Y no es increíble que puedan lograr ambas cosas simultáneamente. ¿Quién no ha sonreído al rememorar el dolor infligido por un viejo amor?, ¿quién no ha sufrido al comprender que los días azules de aquel verano dichoso de su niñez no han de volver?

La memoria es una cosa extraña, almacena recuerdos e improntas que nos serán de utilidad en el futuro, pero guarda también, como un tesoro, lo que resulta increíble no haber desechado aún, la luz de un día de otoño, la postura de una mujer apoyada en el marco de una puerta. Cada momento tiene un solo instante de suprema supervivencia más allá del cual se extingue lánguidamente para no volver, y sólo cierta luz oblicua, o cierto aroma flotando en el viento pueden traer de nuevo por un segundo, sólo un fugaz segundo, el tacto de aquella otra piel o la mirada de un amigo antes de convertirse en extraño.

Entre los doce y los diecisiete años yo tuve los mejores amigos que un hombre pudo desear, cada cual distinto de los demás, cada cual un instrumento indispensable para la melodía de aquel grupo que formábamos. Con ellos disfruté de los que seguramente fueron los mejores días de mi vida, los más aciagos también, los más excitantes en aquel paisaje urbano de mi niñez, y al recordarlo todo otra vez me entran ganas de reír a carcajadas y luego, en esta distancia que ahora me aleja tanto de ellos, hecha de tiempo y de eventos nuevos, ponerme a llorar como si a medida que pasaran los años empezara al fin a comprender que nada de aquello va a volver.

Proust lo sabía mientras saboreaba esa magdalena mojada en té, Nabokov lo entendía mientras describía a su Lolita y se entretenía innecesariamente en detalles a los que luego Humbert, el Humbert viejo y enfermo, prisionero en su celda de recuerdos, regresaría entre angustias y espasmos de tos: hay algo maravillosamente trágico en cada instante del pasado, en la certeza de que el momento nos ha dejado y no va a volver. Como le dice Aquiles a Briseida, “Nunca serás más bella de lo que eres ahora, nunca volveremos a estar aquí”.

Pero si cada instante es tan preciado, si cada momento es único, ¿no sería más razonable vivirlo intensamente, vivir sólo en el presente, carpe diem? ¿Por qué entonces ese empeño, de algunos hombres, en regresar al pasado? Déjenme responderles de una vez: todo es mucho más hermoso cuando lo sabemos irrepetible, único como aquellos labios entreabiertos o el final de aquel verano cálido y tormentoso, y es la búsqueda de esa belleza, del placer estético que supone su irremisible pérdida, lo que nos mantiene perpetuamente regresando al encuentro de aquellos lugares, de aquellos momentos que brillaron un efímero instante, como botes remando contra la corriente, empujados incesantemente hacia el pasado.



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