domingo, 24 de octubre de 2010

Tardes de Tardor




Ayer tuve una experiencia extraña. No creo poder describirla realmente, así que tal vez debiera dejar de escribir y cerrar la tapa del portátil. Pero, en una tarde de domingo como esta, tiempo es lo único que tengo y es lo único que puedo permitirme perder.

He vivido un solitario fin de semana. Cristina se bajó al Sur, a ver a una buena amiga que lo está pasando mal, y yo me he quedado en casa, escuchando el agua que circula por los radiadores en este otoño cada vez más frío, aunque aquí, junto al mar, haya sido incapaz todavía de acabar con el recuerdo del verano.

El sábado por la mañana Cristina se marchó temprano y, a la tarde, cuando en la televisión encendida alguna voz disonante me sacó del sueño tibio de la siesta, aparté las mantas, me levanté del sofá y cogí las llaves de la moto. No tenía plan, llevaba la cámara de fotos a la espalda pero no sabía si aprovechar las dos o tres horas de luz que restaban del día para dirigirme hacia el sur o volar en cambio hacia el norte, hacia las montañas blancas del Pirineo. La C-32 me dejó en la A-2, y ésta desembocó en la AP-7, y tras varios kilómetros de asfalto y líneas blancas, acabé en la ciudad de Girona, al pié de una hermosa y espigada iglesia del casco viejo, justo cuando el sol se ocultaba tras el horizonte y las primeras farolas comenzaban a encenderse.

Hambriento, devoré una hamburguesa con champiñones y una ración de bravas al pie de aquel monumento, y luego paseé sin rumbo, con el casco en la mano, por las calles viejas y otoñales, observando como poco a poco el ambiente propio de un sábado por la noche iba iluminando el lóbrego aspecto inicial de la ciudad, transformándolo en un fiesta que, sin embargo, me era ajena. Yo sólo estaba allí como observador, era sólo un par de ojos detrás de una cámara, esquivando por la acera a los grupos de jóvenes bulliciosos, evitando la mirada de bellas adolescentes que se reunían y reían en bares de copas, en terrazas abiertas.

Paseé durante algo más de una hora entre pubs oscuros, heladerías blancas y plazas de oropel donde las familias cenaban y dejaban correr esa noche libremente a sus niños. Durante un rato me senté en la escalinata de la catedral, vagué también por la rambla bulliciosa y crucé varios puentes en ambos sentidos, observando las aguas calmas del rio Ter sobre las que brillaban reflejadas las luces de la ciudad. Había avisado de mi imprevista llegada a una amiga que vive por la zona pero, al pasar el tiempo y no recibir ningún mensaje de respuesta, la di por perdida. No en vano, sin embargo, hay momentos en los que uno prefiere estar solo, y a mí la tarde mohína me había regalado ese deseo. Cansado al fin, abroché como mejor supe mi cazadora de cuero, cubrí bien el cuello bajo el casco negro, y arranqué de nuevo mi moto en dirección a casa, a través del aire nocturno, denso y frío.

La autopista era a la vuelta un mar oscuro hendido sólo por el foco blanco de mi faro delantero, y en el espejo retrovisor apenas un atisbo rojizo de mi luz trasera seguido de cerca por una negrura insondable. Así, como un pequeño punto de luz que serpenteaba entre un océano de campos oscuros, me imaginé que era visto desde el aire por los últimos vuelos que salían del aeropuerto de Girona. Así, supongo, como un silencioso punto de luz, somos todos vistos desde lo más alto.

Siempre le he concedido al clima y en concreto a las cuatro estaciones la capacidad tremenda de variar mi estado anímico. Parece que no en todas las personas influyen por igual pero parece también que no soy el único ni el primero en atribuirles tamaña importancia. Un viejo amigo, estudiante de psicología, me explicaba una vez que en la Edad Media, como una herencia grecolatina, era muy normal entre los médicos hablar de los cuatro “humores”, uno por estación, que se repetían cíclicamente y que traían consigo distinto comportamiento y estado de ánimo a los hombres. Y el humor del otoño –me dijo para explicar aquella triste tarde de noviembre en la que paseábamos sin destino- era la melancolía.

Cuando llegué a casa y aparqué la moto, tiré la cazadora sobre una silla y me tumbé en el sofá, de nuevo entre las mantas. En La 1 echaban una película española, “El juego del ahorcado”, un hermoso drama de amor que transcurre en Girona. Me hizo gracia la coincidencia pero no le di más importancia hasta que, habiéndome quedado nuevamente dormido, me despertó el fluir del agua en los radiadores, el que hacen cuando pierden su calor y lentamente se enfrían, como si fueran los estertores de la calefacción. Esas contracciones y dilataciones metálicas, ese murmullo de agua en retirada, tan hogareño y familiar, me situó en seguida en el espacio, y ya antes de abrir los ojos supe que estaba en casa, en mi sofá, con la televisión aún encendida y el volumen muy bajo. Lo que no estaba seguro -me di cuenta- era del momento, de mi ubicación en el tiempo y –bien mirado- de nada de lo que había pasado en mi vida hasta ahora: ¿había estado realmente en Girona o sencillamente estaba recordando una película?, ¿acaso lo había soñado todo? La ciudad, la película, la moto, la mirada de una muchacha morena que pasa de largo o el regreso nocturno a casa, todo estaba mezclado en un despertar confuso que juraría haber vivido ya unas horas antes, en el mismo sofá, frente al mismo televisor encendido. En un traspiés de la memoria, creía de pronto haber nacido y vivido siempre en Girona, como los protagonistas de la película, y haber amado allí a una muchacha de pechos pequeños y ojos grandes y oscuros, como las aguas del rio Ter, que de noche refleja las luces de la ciudad. Y todo eso a su vez no casaba con otros recuerdos que parecían ficticios, propios de un sueño o una película, como la blanca y solitaria luz de mi moto en la autopista, vista desde mil metros de altura, o recuerdos que parecían haber estado siempre ahí, como el de saber que en realidad nací en una ciudad tan alejada de la costa que el mar allí –como dice la canción de Sabina- no se puede concebir.

Y entonces oigo el tintineo de unas llaves, el girar de una llave en la cerradura, y recuerdo de pronto que Cristina se marchó este fin de semana, que vivo junto al mar aunque soy de Madrid, y que he estado solo en casa, en este sofá, perdido en el tiempo y en la melancolía que reina en las tardes de otoño.





martes, 12 de octubre de 2010

Erase una vez...





Todas las historias vuelven a la memoria de quien las ha vivido, todas regresan para hacernos sonreír o atormentarnos. Y no es increíble que puedan lograr ambas cosas simultáneamente. ¿Quién no ha sonreído al rememorar el dolor infligido por un viejo amor?, ¿quién no ha sufrido al comprender que los días azules de aquel verano dichoso de su niñez no han de volver?

La memoria es una cosa extraña, almacena recuerdos e improntas que nos serán de utilidad en el futuro, pero guarda también, como un tesoro, lo que resulta increíble no haber desechado aún, la luz de un día de otoño, la postura de una mujer apoyada en el marco de una puerta. Cada momento tiene un solo instante de suprema supervivencia más allá del cual se extingue lánguidamente para no volver, y sólo cierta luz oblicua, o cierto aroma flotando en el viento pueden traer de nuevo por un segundo, sólo un fugaz segundo, el tacto de aquella otra piel o la mirada de un amigo antes de convertirse en extraño.

Entre los doce y los diecisiete años yo tuve los mejores amigos que un hombre pudo desear, cada cual distinto de los demás, cada cual un instrumento indispensable para la melodía de aquel grupo que formábamos. Con ellos disfruté de los que seguramente fueron los mejores días de mi vida, los más aciagos también, los más excitantes en aquel paisaje urbano de mi niñez, y al recordarlo todo otra vez me entran ganas de reír a carcajadas y luego, en esta distancia que ahora me aleja tanto de ellos, hecha de tiempo y de eventos nuevos, ponerme a llorar como si a medida que pasaran los años empezara al fin a comprender que nada de aquello va a volver.

Proust lo sabía mientras saboreaba esa magdalena mojada en té, Nabokov lo entendía mientras describía a su Lolita y se entretenía innecesariamente en detalles a los que luego Humbert, el Humbert viejo y enfermo, prisionero en su celda de recuerdos, regresaría entre angustias y espasmos de tos: hay algo maravillosamente trágico en cada instante del pasado, en la certeza de que el momento nos ha dejado y no va a volver. Como le dice Aquiles a Briseida, “Nunca serás más bella de lo que eres ahora, nunca volveremos a estar aquí”.

Pero si cada instante es tan preciado, si cada momento es único, ¿no sería más razonable vivirlo intensamente, vivir sólo en el presente, carpe diem? ¿Por qué entonces ese empeño, de algunos hombres, en regresar al pasado? Déjenme responderles de una vez: todo es mucho más hermoso cuando lo sabemos irrepetible, único como aquellos labios entreabiertos o el final de aquel verano cálido y tormentoso, y es la búsqueda de esa belleza, del placer estético que supone su irremisible pérdida, lo que nos mantiene perpetuamente regresando al encuentro de aquellos lugares, de aquellos momentos que brillaron un efímero instante, como botes remando contra la corriente, empujados incesantemente hacia el pasado.