sábado, 25 de septiembre de 2010

El viajante





Pocas veces se nos brinda la oportunidad de aunar trabajo y diversión, deber y placer, pero estos días por el sur del levante, desde la alta y metalizada torre del aeropuerto de Alicante a la más clásica y rubicunda de Valencia, he pasado cuatro días de replanteos, reuniones y actualizaciones de software y, entre cada una de estas cosas, he disfrutado de buenas comidas y cenas, y del solaz y la guía de buenos compañeros que me han enseñado sus rincones favoritos en tierras que a ellos, profesional o personalmente, les son familiares y conocidas.

Gota fría en Alicante, luna llena y cielo despejado en Valencia, he pernoctado en hoteles de peor y mejor categoría, disfrutado de desayunos copiosos en bufetes atestados y reposado cervezas frías en terrazas nocturnas, al pie de edificios de piedra amarilla cuya edad se mide en siglos. Como un señorito, he tenido ocasión de probar una paella preparada en la Albufera, al pie de los canales que rodean las barracas, entre las cañas y el barro, y sin tiempo para comparaciones, al día siguiente comía un sencillo bocadillo en la terminal de un aeropuerto o en el banco de un andén.

Una y otra vez he deshecho y vuelto a hacer mi maleta, y en cada ocasión he barrido con la mirada mi habitación, antes de salir de cada hotel, para no dejar allí otra cosa olvidada que sábanas arrugadas, toallas aún húmedas o espejos empañados. He entrado y salido, saludado a la risueña recepcionista o guiñado un ojo a la atractiva camarera, sin que el gesto pasara de inocente fantasía. He dormido solo, mirando al techo blanco y a las luces de los coches en él reflejadas, hasta caer dormido finalmente, agotado tras un cambio de software o tranquilamente, entre las páginas de un libro. Y he trabajado, trabajado y cumplido mis objetivos, porque no es lo mismo ser viajero que viajante, aunque ambos tengan en común la expiación dinámica del movimiento, la libertad efímera del viaje, con su principio siempre conocido y su final, ...tan incierto.