domingo, 8 de agosto de 2010

Toros de Cataluña


Como a la mayoría de los españoles, incluidos los catalanes, el espectáculo de los toros siempre me ha resultado bastante indiferente, es decir, nunca ha despertado mi interés lo suficiente como para malgastar mi tiempo asistiendo a una corrida de toros. Por tanto, como la inmensa mayoría de la población de este país, sé que el espectáculo de los toros es sólo espectáculo y entretenimiento para una minoría. Y esto significa que si alguien me llama desde Madrid, confundido por las últimas noticias, para alertarme de que en Cataluña ya no podemos celebrar corridas de toros, no tendré más remedio que lamentarme con ironía y responder: “¡Es cierto!, ¡¡y yo que pensaba educar a mis hijos en el arte de la tauromaquia!!, ¡¿qué voy a hacer ahora?!”.

Otra cosa bien distinta es que, fuera de nuestras fronteras, dicho arte, dicha “actividad” para quien le parezca aberrante llamarlo siquiera arte, haya sobresalido precisamente por lo que tiene de conspicuo y distinto en relación con otros pueblos de Europa o del mundo. Cuando vivía en Estados Unidos, más de uno y más de dos llegó a preguntarme, quizá precisamente porque allí el conocimiento del mundo y de su historia es bastante limitado entre la clase media, si los hombres de mi país vestían a diario por la calle con el traje de luces. Semejantes despropósitos, además de provocar la risa, no son sino parte de la inevitable asociación de tópicos y arquetipos que asociamos a culturas de las que sabemos bien poco. Todos imaginamos a los chinos laboriosamente hacendados y hacinados en gigantescos talleres textiles o a los japoneses practicando kárate en un hermoso jardín o a los rusos bailando en cuclillas y bebiendo vodka como si fuera agua. Cualquiera que lo piense, por supuesto, sabe que hay mucho más, pero la imagen primera sobrevive, porque tiene fuerza.

En España, para orgullo de unos pocos, lamento de otros y jocosa hilaridad de la mayoría, el toro y en concreto el toro de lidia y lo que algunos españoles hacen con él, se ha convertido en símbolo que traspasa fronteras. Los propios extranjeros, cuando llegan a nuestro país para conocerlo y comprobar que no todos vestimos traje de luces, que ni tenemos un toro tatuado en el brazo ni cuernos en la cabeza (bueno, alguno seguro que sí :-), nos devuelven como un espejo esa imagen de nosotros mismos, que sabemos parcial e injusta, pero que también nos hace gracia, por su ignorancia y candidez.

Y entonces, más allá del símbolo, de su carácter minoritario en el interior y de su relevancia exagerada en el exterior, alguien viene a preguntarse si es de ley lo que hacemos a estos animales. Es normal que la pregunta surja, es normal que las sociedades evolucionen, es normal que su moral se transforme, que sus preocupaciones cambien. Pero las leyes, como concepto que restringe, como obligaciones contraídas de común acuerdo para toda la sociedad, si bien deben también, como es lógico, amoldarse a la moral de la época, deben ir siempre taimadamente por detrás. Explicaré a que me refiero un sencillo ejemplo.

Hace sólo veinte años (1990) casi nadie en su casa reciclaba nada. Para mi madre, de 63 años, todavía es un trastorno que merma su actividad en la cocina; para mi padre, que sólo entra en la cocina para olisquear y saber qué se cuece, qué va a comer, lo del reciclar es una solemne tontería, una pijada de estos tiempos. Pero para Cristina y para mí, que hemos bebido ya de las ideas de este nuevo siglo y nos hemos contagiado del temor a cambiar el clima y entorno que nos rodea, reciclar es una tarea que realizamos con preocupación y que vemos necesaria. ¿Cómo de necesaria?, ¿se debería obligar a nuestros vecinos, a todos, incluidos a personas como mis padres, a hacerlo?, ¿se debería multar o incluso encarcelar a quien no lo hagan? Supongo que la respuesta aquí –para muchos- es no, sencillamente porque nuestra moral, la actual, no ha evolucionado hasta el punto de considerar que un daño infringido al medioambiente es merecedor de semejante castigo. Sin embargo, quizás mis hijos, dentro de 30 o 40 años, si las condiciones del planeta se han vuelto insostenibles, si a consecuencia de ello se han producido epidemias, hambre y catástrofes que se han llevado millones de vidas por delante, quizás mis hijos entonces vean perfectamente lógico y absolutamente necesario considerar que una persona que no recicla, que contamina a diario y no contribuye en sus obligaciones ambientales, debe ir a prisión o pagar grandes sumas para revertir sus desmanes. ¿Y qué ley o pena le aplicarían entonces en una sociedad así de evolucionada a un pirómano que tiene por costumbre quemar los pocos bosques que queden en el planeta?. A algunos la prisión seguramente les parecería poco. Además de esto, la sociedad de mis hijos, su moral avanzada, se preguntará por qué no hicimos ya lo mismo en nuestro tiempo, por qué la generación de sus padres permitió que se quemaran miles de hectáreas de bosque para dedicar el suelo a la construcción de viviendas y el lucro de sus apoderados, cómo fue –dirán- que no impusimos leyes que prohibieran y castigaran duramente esos delitos contra el medioambiente. Y la respuesta está clara: hacía falta que la sociedad evolucionara, que mis hijos nacieran y propusieran esas leyes, que nosotros las votásemos y aceptásemos y que mis padres, ya lejos de este mundo terrenal, no pudieran oponerse a ellas ni sufrir por ellas, por unas leyes que no entenderían ni comprenderían en su moral obsoleta.

Las leyes siempre deben respaldar la moral y la ética de un tiempo, pero hay que comprender que en cada tiempo existe no una sino varias generaciones, varias mentalidades o morales, y las últimas, más reformistas, estarán por la labor de realizar cambios mientras las primeras, conservadoras, de negarlos. Como las leyes deben aplicarse a todos, sin excepción, la sociedad en su conjunto debe alcanzar un gran consenso antes de imponérselas a cada ciudadano, especialmente cuando se trata de leyes que prohíben, no que permiten (a nadie se le escapa que no sería lo mismo permitir el desnudo en la playa que prohibir los bañadores en la misma). Entre ambos verbos, entre permitir y prohibir, hay sólo un verbo más, uno que permite sobrevivir al primero y evitar al segundo: educar.

La sociedad catalana es una sociedad que en España suele ser pionera en modernidad, amplitud y transformación de la moral, lo era en el siglo XIX, lo era en tiempos de la República y seguramente así sigue siendo, después del largo paréntesis -para toda España- de la dictadura. No me parece extraño ni me sorprende, por tanto, que haya sido aquí donde la moralidad de la fiesta nacional se haya puesto primero en entredicho (Las Canarias no tenían semejante tradición, por lo que no las considero ni de lejos comparables a Cataluña, no les costó abolir una tradición que no tenían). Lo que sí me deja estupefacto es que un parlamento haya permitido la aprobación de una prohibición (de nuevo, ¡no es un permiso para no ver los toros, es una prohibición para quienes desean verlos!) en base a una respetable pero minoritaria iniciativa popular.

Y es aquí donde radica el problema y espero que mis amigos catalanes no se lleven a engaño: una iniciativa anti-taurina que respetamos e incluso respaldaríamos muchos ciudadanos, una iniciativa que se irá consolidando y creciendo y ganando adeptos con los años, según vayamos educando a las nuevas generaciones en el respeto por el medioambiente, se ha transformado en el parlamento catalán, por virtud de ideas nacionalistas -que todos sabemos sí existen allí, que son vitales para el sostenimiento de varios partidos nacionalistas y sus caciques- en una prohibición impuesta demasiado pronto, sin el consenso necesario, a partir de una minoría creciente (antitaurina) para aislar a otra minoría decreciente (taurina), mientras la mayoría de los ciudadanos espera todavía recibir lo que le corresponde por derecho: educación, información y conocimiento que haga evolucionar su moral antes de verla impuesta por ley.