miércoles, 28 de julio de 2010

Aquel tiempo, aquellas mujeres




Paseo entre fotos y veo estos rostros, de aquellas mujeres, de aquel tiempo perdido y casi olvidado, lentamente acumulado en las fracturas de mi piel, en mis patas de gallo. Contemplo unos segundos sus caras adolescentes, sus pieles bruñidas de juventud, y recuerdo en un solo golpe letal, en una reminiscencia que casi duele, el sonido de sus risas, la delgadez de sus figuras al contraluz o el aroma del mar en su cabello mojado. Porque las mujeres de mi vida son como los destellos de sol en la mar plateada, que en la distancia brillan intensamente sólo un instante, aquí y allá, nunca en el mismo lugar, nunca en la misma situación.

Como sembradas a lo largo de mi infancia, mi adolescencia o mi madurez posterior, sus vidas se cruzaron con la mía aportando una visión, un aroma, un sabor y luego continuaron su camino por vericuetos que no pude o quise seguir. Desde aquellas relaciones que perduraron durante años a las que no tuvieron mayor longevidad que la de un paseo nocturno por las calles de Madrid, desde las que me entregaron sólo una frase a las que me dieron todo su aliento, su caricias o sus besos, todas, salpicando la línea continua de mi vida, merecen algo más que mi recuerdo enredado, merecen toda una oda, toda una canción a la experiencia que me dejaron, al deseo que nació de sus curvas, al placer de sus concesiones, al dolor también que me impusieron con su negativa a mi amor alocado y a veces descabellado. Y esa canción, como la que Humbert escucha desde lo alto de ese barranco mientras contempla la población minera allá abajo, es tan hermosa como inefable, y forma parte de mí como los dedos que golpean este teclado, como las palabras que se agolpan de pronto por salir de mi mente mellada, ebria de recuerdo y nostalgia, del sabor de aquel tiempo, de aquellas mujeres casi olvidadas.

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