domingo, 31 de enero de 2010

Risky Business

Lo único malo de una primera experiencia es que sólo ocurre una vez. Esa es su virtud y, a la par, su defecto. Por eso nunca recuperamos la segunda vez que vemos una película, leemos un libro, o besamos unos labios, las sensaciones que obtuvimos la vez primera.

Así que no voy a lamentarme de que esta película de 1983 no pueda ya hacerme sentir como cuando la visioné en aquella primera ocasión, hacia 1994 o 1995. Sólo puedo aspirar a recordar y analizar, de la forma más objetiva posible, por qué ese largometraje para otros anodino resultó para mi tan fascinante y rico en detalles. En críticas de Internet he leído opiniones que la tachan de comedia inmadura, tópica e incluso machista. Y no puedo decir que no tenga algo de todo eso vista desde la perspectiva de un adulto de treinta y tantos pero, ¡por dios, con que facilidad olvida la gente su adolescencia!, ese periodo de caos y preocupaciones constantes, donde no tener planchado cierto pantalón o que tus padres no quieran dejarte salir una tarde se convierte en la más terrible de las tragedias, en una agonía larga sobre el qué dirán tus compañeros de instituto o si esa chica volverá a dirigirte la mirada. La vida pasa lentamente entonces y cada sensación, por ser la primera, adquiere dimensiones exageradas, proporciones astronómicas.

Como al protagonista de Risky Business, también a mi me preocupaba mi futuro, la expectación que mis padres depositaban en él, si haría o no una carrera, si me convertiría en adulto (¡como si hubiera una forma de evitar que eso ocurriera!). Perder un curso, un solo curso, significaba entonces el fin del mundo, el adiós al orgullo de mis padres, a mi labrado futuro. De alguna forma vivía acongojado y al mismo tiempo excitado por la posibilidad de que mis padres descubrieran mis secretos mejor guardados, mis preocupaciones más calladas. Como el propio Tom Cruise en la película, también yo bailaba en calzoncillos por casa cuando mis padres se marchaban, o invitaba a mis amigos a tomar una pizza y ver una peli prohibida, o me masturbaba en la oscuridad de mi dormitorio preguntándome cuándo esas fantasías de mi mente tomarían cuerpo real, senos turgentes y muslos ardientes con los que no estaba seguro de saber maniobrar.

Por supuesto que todo esto no son sino tópicos de una edad, al menos entre los adolescentes de mi mismo ámbito social, pero ello no hace esos momentos menos auténticos. Y por supuesto que todo ello resulta inmaduro, pero tampoco eso es un defecto antes de alcanzar la madurez. Todo tiene su tiempo, su lugar en esa línea continua con principio y final.

A mi, Risky Business me supuso un alborozo de auto comprensión en un tiempo en que era difícil, y a veces nada deseable, establecer comunicaciones con el mundo de mis padres. Recuerdo que me entretuve gratamente -y aún lo hago- con muchas de sus escenas, con sueños eróticos que acaban en desastres académicos, con carreras desesperadas en bicicleta por recuperar un objeto de gran valía en el mundo adulto, y de ninguna en el nuestro. Me sentía identificado cuando el protagonista le cogía a escondidas el coche a su padre y admirado cuando la más bella de las prostitutas -lejos de lo que la edad adulta nos ha demostrado luego que significa esa palabra-, se desnudaba entre hojas de otoño y viento.

Con una música inigualable de Tangerine Dream, que escucho mientras escribo estas líneas, aún soy feliz viendo esta película mientras dejo a un lado la decepción que supone saber que nunca será igual que la primera vez. Puesto que hace ya mucho tiempo que dejé de ser un adolescente, cualquier nueva revisión de este filme requiere por mi parte una dosis de imaginación, tolerancia y comprensión que me acerque a lo que eran esos tiempos, a esas memorias inmaduras y tópicas, y a las que, al menos yo, regreso siempre encantado.