jueves, 24 de septiembre de 2009

De lo útil

Ayer al mediodía, en una agradable comida, conversaba con mi compañero Elu sobre el trabajo y nuestros pasados laborales antes de entrar en Aena. De esta forma vino de nuevo a mi memoria la experiencia que supuso mi primer trabajo y que, algún tiempo después, plasmé en un pequeño ensayo, "De lo útil", que salió publicado en la ya extinta revista "Quanto" de mi facultad, en la primavera del 2001 o el 2002, ya no me acuerdo.


De lo útil



Quizás la Biblia se equivoca y trabajar no fue nunca un castigo impuesto a Adán sino algo que él mismo eligió. Quizás no hubo manzana ni tentación, ni trampa ni cartón, sino sólo un deseo de abandonar la rutina maravillosa del paraíso a cambio de una justificación de la propia existencia: si durante años Adán deambuló descalzo y ocioso por prados verdes e infinitos, rodeado de abundancia y placeres que le eran entregados sin más, ¿ acaso no es posible que en algún momento se preguntara “¿Para qué me creo Dios?, ¿qué utilidad reporto yo?, ¿qué lugar, qué misión, tengo en este vergel? ” ?. Y tal vez, sólo tal vez, decidió hallar la respuesta a través del sudor de su frente.
Esta idea pudiera parecer absurda a la mayoría, pues no en vano la leyenda bíblica persiste y son pocos los que hoy en día no piensan en el trabajo como en una verdadera maldición. Obsérvese, sin embargo, que al hablar de trabajo no me refiero a la simple ocupación de las manos o el intelecto, ni a la mayor o menor satisfacción que de dicha ocupación pudiera derivarse. Hablo, señores, de la sensación magnífica que produce “tener trabajo”, tener un empleo, una responsabilidad,…y hablo —desde luego— del fenómeno opuesto: de lo que significa no tenerlo, de la angustia de la desocupación, el desempleo, la ausencia de responsabilidades que subyace como auténtico mal en la vacía extensión del tiempo libre. Se disfruta de la ociosidad sólo cuando ésta no es gratuita, cuando deviene de la realización de un trabajo o un esfuerzo, cuando es merecida o se ha obtenido por meritos propios, como unas vacaciones. Fuera de eso, el tiempo libre se vive con una ausencia total de imaginación, de perspectivas, se vive incluso con una molesta vergüenza, como les ocurría a algunos de mis amigos cuando acabaron la carrera: después de toda una vida dedicada a los estudios, ocupada siempre por estos, ahora, al terminar y comenzar a buscar trabajo, mientras esperaban con ansiedad esa llamada, esa entrevista que no llegaba, se sentían aturdidos por la inactividad, el tedio de sus nuevas vidas. Apenas hacían nada durante el día, sólo enviar alguna carta, releer sus propios curriculums o el periódico de la mañana en busca de ofertas. Los días para ellos volaban y cuando te los encontrabas por la calle y les preguntabas qué tal, bajaban azorados la cabeza, como si llevaran a cuestas la vergüenza de su ociosidad, una moderna flor de lis, una letra escarlata que les recordaba a ellos y a los demás que no hacían nada de utilidad. Porque el hombre —y aquí vuelvo a mi hipótesis de Adán— necesita trabajar, necesita sentirse útil a si mismo y a los demás, necesita crear, desarrollar, producir,…llamémoslo por ahora, sin mayor pretensión, “deseo de utilidad”.

A finales del otoño pasado también yo me sentía así. Todavía lejos de acabar la carrera, había visto durante todo ese año cómo mis amigos, mi novia, mis compañeros, uno por uno, acababan sus estudios y comenzaban a trabajar, se volvían “útiles” al fin, como gusanos de seda que salieran de sus capullos convertidos en mariposas capaces de volar. Yo, en cambio, me veía varado en una playa solitaria y desierta, todavía incapaz de zarpar pero deseando adentrarme en alta mar: sentía, como ya he dicho, un tremendo “deseo de utilidad” y, así las cosas, me decidí a enviar un único curriculum a una empresa de meteorología, mi especialidad. Tuve suerte, la empresa en cuestión, METEOTEMP, concertó con halagadora prisa una entrevista en la que pudieron comprobar que me desvivía por trabajar, máxime en una empresa como aquella que se dedicaba a la creación y difusión de partes meteorológicos y que aunaba —recuerdo que pensé— mis conocimientos de física atmosférica y mi gusto, antiguo ya, por la redacción. El trabajo era a jornada parcial, cuatro horas que me permitirían volver a casa a estudiar y no dar por perdidos los exámenes de febrero. No, se lo aseguro, no estaba muy bien pagado pero yo tenía tanta, tanta ilusión, …¿comprenden?. En seguida empecé a trabajar.


Me es difícil describir la alegría que experimenté durante aquellos primeros días. En casa todo eran sonrisas, mi padre parecía al fin orgulloso de mi, me trataba con un respeto nuevo, desconocido, como el que debe corresponder —imagino que piensa él— a un hombre adulto, hecho y derecho. Mis amigos me felicitaban por teléfono o por correo electrónico, expresando tímidamente la envidia que sentían, y mi novia presumía con sus amigas de lo mucho que me esforzaba, sin que le importara admitir que lo hacía por poco dinero, pues eso tal vez enaltecía mi condición como trabajador.
Yo, por mi parte, salía cada mañana de la cálida y oscura boca de metro de Callao hacia la luz intensa y radiante de aquellos soleados y fríos días de diciembre y, una vez fuera, se me henchía el pecho y el alma misma al comprender mi nueva situación, como un hombre que inicia una aventura o elige de pronto caminar en una dirección de final incierto. A veces me quedaba quieto un segundo, absorto en mitad de la plaza, aprisionado por la excitación casi provinciana que me trasmitían los coches y el bullicio de la gente a mi alrededor, la actividad continúa de la Gran Vía, los grandes comercios, los cines, las aceras manchadas de sol... y miraba a toda aquella gente, caminando deprisa hacia sus propios trabajos, y me sentía parte de un enorme conjunto, plenamente integrado en la sociedad. Al fondo, a través de la neblina matinal que todavía enturbiaba la calle Preciados, se dibujaba la sombra fantasmal del viejo reloj de la Puerta del Sol pero yo giraba a la derecha, hacia Santo Domingo, dónde se ubicaba mi puesto laboral, y caminaba hasta allí contento, feliz, con el rostro trasformado por una emotividad desconocida.

Todo aquello, sin embargo, cambió. En la entrevista, mi jefa, la señorita Silvia Apellidos, me había explicado que mi trabajo consistiría en ayudar al meteorólogo de guardia, dibujar mapas y redactar informes para distintos medios de comunicación. La verdad es que durante el tiempo que trabajé allí jamás redacté algo en la forma en que yo hubiera deseado, todo eran prisas y la calidad escrita de los informes no contaba. Mi mejor valor, mi capacidad para redactar, quedaba así malgastado. Tampoco mis conocimientos de meteorología, aunque todavía escasos, eran utilizados, todo intento por mi parte de aplicarlos era suprimido en aras de una mayor rapidez y muy pronto empecé a sentirme allí como un autómata, como un robot, peor aún, como un mono. Es curioso: yo tenía un empleo, pero no me sentía más útil que cuando carecía de él.
Fuera, sin embargo, la gente seguía preguntándome por mi nuevo trabajo, felicitándome, ignorando la mueca en mi rostro o la rapidez con que yo cambiaba de tema cuando insistían. Y es que yo nunca hablaba de mi descontento, supongo que sólo quería seguir disfrutando del orgullo de mi padre, del de mi novia, de la mirada satisfecha de mi tío o el reconocimiento de mis primos, aferrándome a todas las cosas buenas que sí me había granjeado ese empleo, desde tener mi propia tarjeta de la seguridad social a la satisfacción de poder invitar a copas a los amigos.
Del trabajo salía cada día tarde, cansado, confundido. Teniendo en cuenta mis estudios, yo había firmado una jornada parcial de cuatro horas, pero detrás se escondía una avalancha de trabajo que era imposible realizar en menos de seis. Por supuesto me quedaba más horas de las que me tocaban, siempre bajo la responsabilidad de que —tal y como decía mi jefa— lo que no hiciera yo tendría que acabarlo otro ese mismo día, alguno de mis compañeros, que bastante tenían ya. Y era cierto, allí todos estaban sobreexplotados y a consecuencia de ello todos tenían mala cara o estaban amargados, con la excepción de Sara ( gracias por tus sonrisas Sara ) y el bueno de Jesús. Sin embargo nadie habló jamás de la necesidad evidente de contratar a un empleado más, la empresa se lo ahorraba. Así la presión fue en aumento, el trabajo también, y el día en que, con los exámenes ya muy cerca, decidí marcharme a mi hora, tuve que enfrentarme a mi jefa, a sus ladinas artimañas psicológicas y finalmente a sus amenazas de despido. Sin duda fui entonces lo bastante explícito en mis argumentos, porque al día siguiente alguien, no ella misma, me hizo entrega de una carta de despido.
Y sí, —lo confieso— recuerdo las mañanas soleadas de enero y diciembre con nostalgia de paraíso perdido, de un tiempo maravilloso que se escapó con todo su esplendor. Pero también es cierto que así me ocurre a mi con todo lo que ya pasó, con los tiempos pretéritos, con el pasado y su naturaleza irrecuperable por definición.


Quizás quieran saber ustedes qué he aprendido. He aprendido que a veces ocurre que no encontramos la llave que abre la puerta del mundo. A veces ocurre que no gira en la cerradura, que se atora sin remedio y cae al suelo entre los dedos nerviosos y entorpecidos. Y a veces, también, el deseo de cruzar el umbral de esa puerta nos lleva a sobrevalorar lo que hay al otro lado.
¿Y quieren saber qué opino ahora del “deseo de utilidad” y De lo Útil ?. Si fue Adán quien eligió, si trabajar no fue como dicen un castigo de Dios, estoy de acuerdo con su elección. Eligió trabajar porque el hombre tiene esa necesidad. Sí, necesidad en todos los sentidos. Pero trabajar no es vivir, y nuestro “deseo de utilidad”, nuestro deseo de sentirnos útiles, no debiera nunca llevarnos a pensar que existimos exclusivamente para producir, hay demasiada gente dispuesta a aprovecharse de eso. Es al revés señores, producimos para poder vivir, para sentirnos útiles también, producimos para volver a casa y dar un tranquilo paseo con nuestra novia, para jalear a nuestro equipo de fútbol, para leer un libro exquisito junto a la ventana empapada o tomar una caña en un bar con ese amigo al que una desconocida volvió a despechar.Yo creía que sentirse útil consistía en tener un trabajo, en ser productivo, un bien valioso para la sociedad. Pero estaba equivocado. Sentirse útil pasa por hacer valiosos tus talentos y virtudes naturales, por desarrollarlos con ilusión cada día. Yo estudio física y disfruto con muchas de las asignaturas, pero supongo que ante todo, en mi fuero interno, soy un creador, un escritor. Y algunas noches, en la oscura intimidad del asiento trasero de mi coche, mi novia, casi dormida en el hueco de mi hombro, aprovecha un largo silencio para preguntarme en qué pienso. Creo que la última vez le dije, un poco jocoso: “ Pienso en bisontes y ángeles, en el secreto de los pigmentos perdurables, en los sonetos proféticos, en el refugio del arte ”. Supongo que ella no reconoció en esas palabras el último párrafo del Lolita de Nabokov, pero es igual, porque seguro que sí entiende que forman parte de mi, como todas las cosas que he leído o escrito. Por eso sonríe divertida, igual que sonrío yo cada vez que encuentro un cabello suyo, rubio y largo, entre mis ropas.