domingo, 23 de noviembre de 2008

La piel del niño


Ayer cogí mi moto y fui a Terrassa. Una de las ONGs para las que hago voluntariado me pidió ayuda para una jornada de participación intercultural que iban a organizar en esa ciudad del extrarradio de Barcelona. No sabía muy bien qué esperar pero empecé a imaginarlo cuando, después de aparcar mi moto junto a la estación de Cercanías, una marabunta de niños y niñas magrebíes surgieron del tren acompañados de monitores y padres. Minutos antes, mientras aguardaba, había estado charlando con el vigilante de la estación y, al comentarle a quién esperaba, con un gesto de duda y una mueca de rechazo me contó que eran precisamente los árabes quienes más problemas le causaban allí, tratando de colarse sin pagar, amenazando incluso a algunos pasajeros para conseguir unas monedas.

La denominada jornada de participación intercultural se celebraba en un centro cívico de la ciudad, cedido por el ayuntamiento. Así, mientras en una sala unos ancianos jugaban al dominó o leían el periódico en una apacible tarde de sábado, en otra sala mucho mayor mis compañeros de la ONG habían dispuesto tablas de madera y caballetes para conformar mesas de dibujo, de maquillaje, de tatuajes de planta de henna o de platos típicos de la cocina árabe y concretamente marroquí. Los niños iban y venían de una mesa a otra, dejaban que las monitoras les pintaran la cara con ceras, jugaban arrastrándose por el suelo de la sala o coloreaban un dibujo que enseñarle orgullosamente después al primer adulto que pasara por su lado. Jugaban y se divertían, en definitiva, igual que todos los niños a esa edad, tengan el origen que tengan. Al verlos, me acordé de pronto del vigilante de la estación y me pregunté si algunos de estos niños que se tiraban por el suelo o se agarraban a mis piernas o me suplicaban que les enseñara mi moto, estarían dentro de diez años ejerciendo algún tipo de violencia contra algún pasajero de cualquier estación de tren.

Ayudé en cuanto pude, que no fue mucho, tomando fotos del evento, disponiendo mesas o carteles, pero sobre todo disfruté de lo lindo dejando que una amable señora con un pañuelo a la cabeza y que no sabía pronunciar palabra en castellano me dibujara en el antebrazo una hermosa filigrana árabe que venía a representar una gran serpiente bajo las estrellas, si bien para saber de qué se trataba tuve que recurrir al resto de señoras que la acompañaban y que sí entendían más o menos mi idioma. Entre todas se echaron un buen rato a mi costa, interpretando mis palabras, confundiéndolas con sabe dios qué otras cosas que de pronto las llevaba a sonrojase y a romper en risas. Mahmoud (pronúnciese Magh’mud), otro de los monitores, estudiante de ingeniería química y de origen también marroquí, me ayudó en todo momento con las traducciones e incluso me hizo el favor, cuando tuve el capricho, de trascribir mi nombre completo, José Manuel, a su hermosa caligrafía árabe. Es la foto que encabeza esta entrada. Gracias, Mahmoud. Yo, por mi parte, le hablé de las únicas palabras árabes que conocía, las que se corresponden con estrellas como Betelgeuse o Rigel, en la constelación de Orión, nombradas así por los árabes antes de que los occidentales las tradujéramos burdamente al latín durante la Edad Media.

También disfruté de una conversación muy interesante, sobre política y sociedad, compartida con otra monitora, catalana en este caso, y dos chicos de Marruecos. Entre otras cosas aprendí que en Marruecos las bodas duran tres días, que no existe la poligamia porque las mujeres no la tolerarían y que los propios emigrantes son muchas veces culpables de contar maravillas sobre la riqueza y el bienestar de occidente cuando en verano vuelven a su tierra natal presumiendo de haber medrado en sus países de acogida. La verdad, no me resultó difícil imaginar a un joven inmigrante que, después de aceptar los más bajos empleos de nuestra sociedad, lleva orgulloso a Marruecos su coche de segunda mano con el pensamiento puesto en la mirada envidiosa de vecinos y amigos o en la sonrisa orgullosa de una madre a la que prometió regresar triunfante. Al llegar al pueblo, entraría por la vía principal, atravesando la plaza, a la vista de todos, y antes de subir la colina y alcanzar la casa blanca de sus padres, haría sonar el claxon escandalosamente para que sus hermanos pequeños salieran a recibirle. Mientras yo soñaba todo esto, los compañeros comentaban que el rey actual de Marruecos, Mohamed VI, es tolerado por la mayoría como un mal menor que evita que los radicales islamistas se hagan con el poder, y que el radicalismo religioso ha crecido allí en los últimos años de forma tal que, mientras hace veinte años una mujer marroquí podía usar un discreto bañador en la playa, hoy sólo puede bañarse tapada hasta los tobillos. Todas estas conversaciones conformaron en mi cabeza un cuadro de nuestros vecinos del sur que no sé si será del todo certero pero que tiene al menos una mayor gama de colores que aquel que llevaba conmigo antes de acudir a esta jornada intercultural.

Quizás por ello, cuando ya volvía a casa conduciendo mi motocicleta bajo las luces ocres de la autopista, sentí cierto malestar al pensar que me llevaba de allí más de lo que había aportado.
Pero luego me acordé otra vez del vigilante de la estación, y de los niños de esa tarde, jugando libres e inocentes, y comprendí que entre el buen pasajero de la estación y el "moro" que le amenaza y le roba unas monedas, no hay una raza ni un color de piel como eugenésicamente el afable vigilante me daba a entender, sino simple y llanamente la educación de un niño, lo que recibe y aprende en unos pocos primeros años. Y en eso, -pensé, más satisfecho- yo estaba poniendo mi parte.

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